sábado, 3 de enero de 2009

La hacienda y su vivienda social: El espacio del amanecer y del atardecer

Por Cristian Rodriguez Dominguez, arquitecto Durante el proceso de incorporación de la “Frontera” al resto del país a fines del siglo XIX, se vivió la implantación de una verdadera industria en la Araucanía: la hacienda. Esta, transformada en una verdadera concepción progresista para el cultivo del trigo a gran escala. Muchas de ellas llegaron a tener sobre las cinco mil hectáreas, cerca de mil trabajadores en algunos casos, bajo una dependencia administrativa central y jerárquica, debía velar por la autosuficiencia en recursos, tanto desde la alimentación hasta repuestos, teniendo algunas incluso maestranza, fundición y estaciones de combustibles, además esta industria requirió necesariamente de la presencia de trabajadores estables y permanentes en sus terrenos.
De esta manera, se construyeron soluciones habitacionales para los inquilinos que allí laboraban. En diversas haciendas aun se mantienen en pie en los caminos e intersecciones de estos la vivienda social rural. Estas se distinguían desde un carácter básico como ocurre en gran parte de la zona de Los Sauces, ejecutadas en albañilería de adobe, revestidas con cal blanca, techo de teja hasta otras ejecutadas en madera, revestidas en tejuela como ocurre en la comuna de Victoria. Dichas edificaciones rememoran el idílico paisaje de la zona central, tan habitual en la construcción del imaginario colectivo de los habitantes de la Araucanía.
La vivienda social rural de planta rectangular, distinguía en su trazado la presencia de espacios pequeños, los necesarios para albergar la abundante familia, dos piezas grandes, y una cocina, cuya característica era mantener un fuego permanente.
En su fachada una diminuta ventana en madera permite el ingreso de la luz hacia el interior de la casa, con un ligero tono grisáceo, producto del intenso humo que inunda cada de una de sus habitaciones, y en el sector opuesto un corredor es una de las particularidades principales.
Es así como muchas haciendas llegaron a poseer sobre la centena de viviendas, organizadas como parte de un complejo entramado que buscaba reafirmar el concepto de seguridad, tan habitual en una sociedad marcada por el bandidaje y la migración constante de trabajadores temporeros.
Esa rústica casa era la primera avanzada y el ojo del patrón frente a un entorno agreste, tal es el caso de la Hacienda Santa Rosa que alcanzó a tener más de 200 casas para sus inquilinos, la mayor parte de ellas según informes de principios de siglo XX, en muy buen estado.
Por otro lado, en el Fundo Quino, las casas de los trabajadores eran revestidas en piedra, tan común en ese predio agrícola, de un estilo genérico que podríamos llamar “chalet”, con dos niveles, sumado a una mansarda y un porche, con una sencilla, pero elegante decoración con tablas verticales intermitentes. Estas viviendas contaban con agua potable y luz eléctrica.
Complemento de lo descrito anteriormente, el fundo además ofrecía a sus trabajadores un “biógrafo”, un club social donde disponían de los periódicos, libros y billar. Sumado a una escuela y surtido almacén. En tanto, en el Hacienda Cullinco de Victoria, una vivienda en madera, de planta cuadrada, con un porche, jerarquiza su entrada, revestido en tejuela en madera. El acceso enmarcado mediante piezas diagonales cruzadas.
Son varios los documentos que informan acerca de las características de la hacienda, muchos de ellos se detienen en la solución para sus trabajadores, principalmente en la vivienda, calificándolas de innovadoras en el llamado “problema social” del que se tuvieron que hacer cargo los distintos pensamientos políticos en la medida que aumentaba la migración del campo a la ciudad con su naciente industrialización y con ello, la población de las ciudades.
Numerosas viviendas acogieron la rutina de sus trabajadores: fue el espacio del amanecer y del atardecer. Muchos de sus moradores nacieron y murieron en ellas. Espacios que constituyen una buena respuesta a una solución digna y permanente en el tiempo, algunas de ellas duran el doble o el triple de los años que duran nuestras viviendas sociales hoy en día.
Las viviendas sociales fueron mudos testigos de una vida rigurosa y brutal, se levantaron gracias al sudor del trabajador. Sus ventanas permitieron observar aquel lejano mundo exterior. Sus muros almacenaron los anhelos de toda una vida. Los sueños de surcar su propio destino: de sol a sol.

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