Araucanía.- (Jorge Abasolo Aravena) Definitivamente somos un país quejicoso, de carácter grisáceo, con personalidad en barbecho, prolongando en demasía la Edad del Pavo, de la cual no podemos zafarnos. Y es así es como en nuestro querido Chile quien derrocha alegría y espontaneidad en una oficina, en un bar o en un intrascendente café tomado con unos colegas, se le ve como estrambótico, fanfarrón, cuático o medio puntudo.
Este pesimismo crónico predispone al fatalismo del chileno, y tiene raíces que sería propio a tratar en otra ocasión, porque el tiempo y el dinero me apremian.
Lo dejaremos para otra oportunidad.
Por lo pronto, consignemos que en el chileno hay alma de empleado público, de segundón, de tercera fila, de espectador de desfile, de medalla de bronce, pero jamás de ganador.
Disfrutamos de los triunfos ajenos ante la escasez de los propios.
En consecuencia, cuando el chileno acomete una empresa y le empieza a ir bien, suele inundarle súbitamente una cuota de incertidumbre. Entonces se repliega, se acoquina. No está acostumbrado a que las cosas se inicien, prosigan y terminen de buena manera. Nos asalta el “síndrome del más o menos”, de lo regular de lo mediocre e inacabado.
Es la expresión suprema de la chaqueta azul y el pantalón plomo, el afán de pasar inadvertido y la mentalidad de pelotón.
Si en el acometimiento de una tarea el chileno hace una chambonada y su proyecto se va al carajo, suele lanzar esa interjección que retrata trágicamente la suerte esquiva:
-¡P’tas...bien dicen que Dios es chileno!
Es el frenesí del derrotado, el sambenito de la amargura o el soliloquio del resentido.
Es pues lo que el extinto comentarista de fútbol Julio Martinez llamaba el sino de Chile. El sino de Chile es culpable del gol de último minuto, del accidente de Eliseo Salazar cuando ya parecía que no iba a llegar último y del desgarro de Fernando González cuando parecía imparable.
Ese sino es culpable hasta de esas ominosas inundaciones que arremeten contra los deudores habitacionales cuando éstos acaban de arrancharse a la orilla del mismo río de la vez anterior.
Al sino de Chile obedece el hecho que cuando estábamos a punto de hacer de Santiago la capital más atractiva de sudamérica, una recua de pelotudos, reyes de la improvisación diseñaran el Transantiago y mandaran nuestros sueños al desague.
El sino de Chile se refleja en la modernización de Ferrocarriles del Estado, que el ex presidente Ricardo Lagos inauguró con pompa, ceremonia y fanfarrias publicitarias por doquier.
Teníamos todo para hacer de EFE un transporte ejemplar: carros españoles, durmientes chinos y tecnología europea.
¿Dónde estuvo la falla?
Los gerentes y operadores eran nacionales.
Otra vez el sino de Chile.
Tal vez lo que mejor retrate este sino –en parte real y en parte hijo de nuestra improvisación- sea el caso de Manuel Plaza, ¿lo recuerdan?
Fue por allá en la Olimpíada de 1928, en Amsterdam. El chileno debía correr la Maratón junto a 79 participantes de 24 países. El chileno partió rezagado (costumbre nacional) y a los diez kilómetros comenzó a sufrir un intenso dolor en una rodilla que, incluso, le hizo pensar en retirarse. Soportó estoicamente y siguió compitiendo.
A partir de los veinte kilómetros el dolor a la rodilla comenzó a atenuar y Manuel Plaza recuperó su ritmo de carrera. Tan veloz como una mala noticia dejó atrás a un total de 41 participantes.
Ahí sobrevino el desastre.
Plaza no conocía el trayecto y...¡se perdió!
No se sabe cuántos minutos desperdició en el extravío, pero al retomar el rumbo ya estaba otra vez rezagado.
Sacando fuerzas de flaquezas y faltando 8 kilómetros para llegar a la meta, Plaza había logrado trepar hasta el quinto lugar, pero lograba ver a El Ouafi, un argelino que corría con los colores de Francia y que no soltaba la punta.
A sólo mil metros del estadio, Plaza inicia una arremetida épica y logra quedar a veinte metros de El Ouafi. Pero el argelino resiste el desafío y vuelve a alejarse. Entra al estadio en primer lugar y después de cruzar la meta cae extenuado, cual caballo de bandido mexicano.
Ciento treinta metros más atrás viene Manuel Plaza, que cruza la meta sin dar muchas muestras de fatiga y da una vuelta olímpica adicional, saludando al público que lo aplaude de pie y lo convierte en su favorito.
Pero ya la suerte estaba echada.
Los minutos en que extravió la ruta le habían sido fatales.
Plaza se quedó con la medalla de plata... y el segundo lugar.
El chileno hizo un derroche de energías sobrehumano y demostró estar preparado para ganar la prueba. Pero no ganó.
¿Dónde estuvo el error?
En descuidar el detalle. Descuidó lo que otros no dejaron al azar. Omitió lo obvio, y que por ser obvio, a veces se olvida. Voltaire hablaba de la enorme importancia de lo superfluo.
Fue lo que le pasó a Plaza.
Este sino de Chile tan proclive a lo resignadamente apocalíptico lo pude palpar en un breve diálogo, allá por el año 1985 cuando un terremoto de marca mayor asoló la Región Metropolitana dejando una secuela de estragos que hasta hoy se recuerda.
En pleno centro de San Antonio (epicentro del sismo) conversaban dos amigos acerca de la catástrofe:
-¿Sufrió mucho su casa p’al terremoto compadre?
-No. Se cayó al tiro.
En síntesis, creo que la vida no consiste en las cosas que nos pasan, sino en qué hacemos con las cosas que nos pasan.
Pero, todo indica que aún no lo hemos aprendido...
¿El sino de Chile?
No hay comentarios:
Publicar un comentario