Santiago.- En Ricardo III se lee que la magnífica estupidez del mundo consiste en echar la culpa de nuestros desastres, al sol, a la luna y a las otras estrellas como si fuéramos, continúa Shakespeare, "idiotas por obligación celestial, villanos por necesidad, embusteros por forzosa obediencia a la influencia planetaria".
Al revisar las explicaciones de la desgracia del 27 de febrero, parece que hay quienes participan de esa magnífica estupidez.
Todos los involucrados, a juzgar por las explicaciones que se han oído estos días, habrían actuado entonces de manera impecable y con escrupuloso cuidado: el Ejército, la Marina, el Poder Ejecutivo, el SHOA, la Onemi, todos, sin excepción, habrían puesto en escena un modelo irreprochable de cumplimiento del deber. Nadie habría incumplido sus obligaciones o incurrido en negligencia o descuido alguno: cada miembro del aparato estatal, políticos, militares, marinos, habrían tenido una conducta irreprochable, casi heroica.
La conclusión entonces sería una: la culpa de la tragedia -las muertes de quienes confiaron que el mar estaba en su sitio- la tuvieron el sol, la luna y las otras estrellas.
Una magnífica estupidez.
Como enseñan los juristas desde hace siglos, una cosa es el imprevisto que no es posible resistir y otra cosa, distinta, es lo que ocurre cuando se omite la diligencia debida; una cosa es la influencia planetaria, otra cosa son los efectos de la negligencia; una cosa es el efecto impersonal de las causas naturales, otra cosa son las consecuencias del incumplimiento del deber; una cosa es lo que les pasa a los seres humanos, otra cosa es lo que ellos hacen, por su acción u omisión, que ocurra.
Sobre esa distinción -que hay cosas que les pasan a los seres humanos y otras que ellos hacen que ocurran- reposa la idea de libertad y de responsabilidad, nada menos.
La idea de responsabilidad supone que los seres humanos podemos deliberar y decidir entre varios cursos de acción posibles. Las acciones voluntarias (como se las llama desde Aristóteles) nos permitirían tener una actitud participativa en el mundo -ser sujetos y no simples objetos- y percibir nuestros actos, y el conjunto de nuestra vida, no simplemente como el resultado de un manojo de causas respecto de las que carecemos de control. Palabras como "culpa", "deber", "corrección", "castigo" o "premio", suponen que hay decisiones, que existen actos que -como los de ese 27 de febrero- caen bajo el control humano y por los que se merece rechazo o aceptación.
No cabe duda que el terremoto y el tsunami fueron un fruto, por decirlo así, del influjo estelar; pero no fue el caso de la falta de información, la torpeza y la inacción que le siguieron. Durante horas, la totalidad del aparato del Estado -las Fuerzas Armadas, el Ejecutivo- estuvo a ciegas, desorientado, a tientas. ¿Puede echarse la culpa de todo eso "al sol, a la luna y a las otras estrellas"?
Por supuesto que no.
Por eso habrá entonces que investigar y discernir -no sólo desde el punto de vista judicial- quién hizo qué ese día y cuán bien o cuán mal lo hizo. El tema -no cabe duda formará parte del debate presidencial, como lo auguró Hinzpeter.
Y aunque el propio Hinzpeter agregó (con innecesaria hipocresía) que él no quiere algo así, está dentro de las reglas que eso ocurra.
Una de las reglas de la democracia es que cuando se triunfa se alcanza el momento del máximo poder, pero ello a cambio de que, cuando se lo abandona, se está expuesto al más exigente de los escrutinios. De esa manera,
la democracia crea incentivos para que quienes se hacen del poder estatal lo ejerzan con escrúpulo y con cautela,
pensando siempre en que, más temprano que tarde, habrá millones de ojos vigilando sus actos, millares de ciudadanos que, como jueces severos, verán omisiones y descuidos allí donde, en condiciones normales, había simplemente la fisonomía normal de la conducta humana.
Y es que la democracia -más que ninguna otra forma de gobierno- hace de la responsabilidad la re gla general del
comportamiento humano. (El Mercurio)
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