José Antonio Millán
Las lenguas tienen dos componentes bien distintos. Uno son las palabras, que constituyen un conjunto muy grande (el Diccionario de la Academia reúne 83.000), pero abierto. Cada año entran en el léxico normal algunas decenas (o centenares) de palabras, y otras tantas (o más) caen en desuso. El otro lo constituyen un puñado de palabras (preposiciones como en o con; conjunciones como y; adverbios como aquí; pronombres como tú …) y las reglas para combinar todas las piezas de la lengua: es lo que se llama la sintaxis o gramática. La sintaxis cambia muy lentamente: hace siglos que no aparece un nuevo pronombre (aunque últimamente parece que empieza a desaparecer uno: usted), y la forma de construir una oración subordinada tampoco se ha modificado desde hace mucho tiempo.
Se puede describir toda la gramática de una lengua en un grueso volumen, y —si se ha hecho bien— será válido durante décadas (a propósito: la editorial Espasa tiene en preparación una obra así: la nueva gramática del español coordinada por Violeta Demonte e Ignacio Bosque). Sin embargo, el vocabulario corriente cambia mucho —¡incluso hay secciones en periódicos dedicadas a seguirlo!—, y los diccionarios de uso exigen constantes revisiones. Pues bien: en un terreno limítrofe entre el léxico y la sintaxis está la construcción: la forma en que se combinan los verbos, nombres y adjetivos, sobre todo con las preposiciones, y cómo varían diversos matices de su significado. No es igual molestar que molestarse, que molestar con, o molestar para, o por, o a. Los diccionarios normales no suelen recoger toda esta variación, y las gramáticas tampoco. Pero éste es el terreno del Diccionario de construcción y régimen.
El colombiano Rufino José Cuervo, nacido en 1844, pertenecía a una rica familia de cerveceros. Era políglota y discípulo del gran gramático Andres Bello (cuya obra continuó). Cuando concibió el propósito de hacer una obra así, se instaló en París en 1882, y a ella dedicó su vida. Era necesario buscar ejemplos de distintos autores, antiguos y modernos, clasificarlos e incluso husmear en la etimología de las palabras. Cuando le llegó la muerte, en 1911, no había llegado más que a la letra E, y sólo habían aparecido los dos primeros tomos de su obra. Aunque se puede pensar que el esfuerzo individual y heroico es algo muy hispano, y aunque con alguna frecuencia haya dado sus frutos en lexicografía (como en el caso de doña María Moliner), la verdad es que era una hazaña desmesurada para una sola persona, como el mismo Cuervo no pudo menos que reconocer.
Dejó, pues, don Rufino el plan de su obra casi completamente trazado, pero realizado en una cuarta parte. Por fortuna, muy distintas voces en el ámbito hispano y en el internacional alertaron sobre su valor, y en 1944 el gobierno colombiano creó el Instituto Caro y Cuervo con el fin de proseguir su trabajo. En 1995, más de un siglo después de la aparición del primer volumen (1886) se cerró, tras muchas vicisitudes, la obra. En ella trabajaron especialistas americanos o españoles, como Joan Corominas. El gran lingüista catalán tenía en gran estima a la obra de Cuervo: en el Prefacio a su Diccionario etimológico afirma que ni del Diccionario de Autoridades, ni del de Cuervo va a citar el pasaje, porque estas obras "han de encontrarse siempre al alcance del investigador"…
¿Quién puede beneficiarse de su consulta? El Diccionario de Cuervo es una obra para especialistas, aunque la finura de sus análisis y el gran conjunto de citas de autores antiguos y modernos que reúne la obra sea de gran ayuda para cualquiera con curiosidad por la lengua (de "novela de la palabra" lo calificó García Márquez). A propósito: es de desear que una edición electrónica pueda elevar exponencialmente la utilidad de sus datos.
Pero un público más amplio puede hacer uso de la seleccion de sus casos que reúnen los diccionarios de dudas, o de obras parciales, como el recién aparecido Pequeño diccionario de construcciones preposicionales. Esta útil y accesible obra ha usado datos de Cuervo, así como del Archivo gramatical de la lengua española [AGLE], de Fernández Ramírez que prepara el Instituto Cervantes (a propósito: ¿cuándo podrá empezar a estar esta gran obra a disposición de todos los investigadores?), en una demostración de que en las ciencias —y el campo de la lengua no es una excepción— las grandes construcciones, los buenos trabajos seminales y de base siguen irradiando claridad durante años.
La bella edición de Herder del Diccionario de Cuervo lleva una sobrecubierta que en seguida capta la atención del lector: es el dibujo estilizado de una figura humana de trazos infantiles, repetido cerca de cuatro mil veces. Es obra de un niño con problemas de desarrollo, y captura muy bien la mezcla de minuciosidad, delicadeza y espíritu maniaco que exige la obra de los lexicógrafos, gente forzosamente muy tonta (como gusta de recordar Manuel Seco) por dedicarse a menester tan ingrato, pero necesariamente muy inteligentes, para poder captar las líneas y matices de esa realidad sutil y cambiante en lo estable, que llamamos lengua
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