miércoles, 19 de agosto de 2015

Columna: Una brevísima aproximación a la inestabilidad del género

Desde tiempos inmemoriales la psiquiatría, la medicina y el psicoanálisis contribuyeron a estigmatizar, patologizar y criminalizar toda disidencia sexual (Mogrovejo, 2000).
Victoria.- ( Paola Grandon) Un punto que confirma el origen común y la conexión que existe entre muchas de las fobias sociales que nos toca padecer y estudiar, como el sexismo y el racismo, no es producto de la casualidad. Por lo contrario, tiene su origen en la Ilustración, esa transformación cultural europea que en el siglo XVIII se tradujo en un cuestionamiento a la autoridad divina y en el inicio de la búsqueda de las leyes de la naturaleza. De ahí se transitó a la clasificación de todos los seres vivos y a su ubicación en la escala evolutiva, primero definida desde una posición humanocéntrica y posteriormente desde una posición eurocéntrica. De esta manera, la Ilustración diseñó un modelo de “belleza humana” a partir del prototipo de la Grecia clásica. Con base en él, la ideología racista difundió clichés y estereotipos que establecieron distinciones entre “lo bello” y lo “feo”. A esto se sumaron los valores morales que dieron cohesión a la sociedad burguesa, como la decencia, las buenas costumbres y la sexualidad normalmente admitida y restringida al matrimonio heterosexual (Gómez 2001). El estudio de las fobias sociales desde la perspectiva del racismo nos permite comprender que aquellas definiciones que establecen de una vez y para siempre las características inmutables de la masculinidad y la feminidad “normales”, no son otra cosa que elaboraciones sociales y no productos de la naturaleza (Gómez 2001). Cuando se ha establecido la distinción entre lo “normal” y lo “anormal”, entre vida sexual “sana” y vida sexual “degenerada”, el poder puede identificar a sus enemigos como enemigos biológicos. Las razas y los sexos aparecen entonces como construcciones ideológicas, producto de la moral de la decencia y las buenas costumbres, que reproducen las injusticias y justifican las desigualdades sociales. De esa manera, bajo el estereotipo de “raza inferior” quedó atrapado un conglomerado variado y diverso de poblaciones enteras, grupos específicos e individuos. Negros, indígenas americanos, chinos, judíos, pero también mujeres, homosexuales, lesbianas, enfermos, criminales, locos y artistas fueron representados como amenazas para la marcha “sana” y “normal” de la sociedad, que actuando en consecuencia debía resguardarse del contacto con los “inferiores”. La discriminación sexual y racial forma parte de la larga historia del proceso civilizatorio de Occidente. Pero también hay otra historia, la de la resistencia, la oposición, la lucha contra la imposición de normas y criterios homogeneizantes y excluyentes. La lucha por la dignificación y el respeto a lo diverso ha sido y sigue siendo obra de los propios afectados, quienes desde su posición de víctimas degradadas y sometidas se levantan para rebelarse por medio de la resistencia, la solidaridad, el amor y la disposición al sacrificio. Sólo en 1983 se incluye una visión positiva del lesbianismo en un manual general de sexualidad (Mogrojevo, 2000). Las feministas Gayle Rubin y Judith Butler, han señalado enfáticamente la inestabilidad del concepto de género y de la noción de género de la mujer que recorre toda la historia occidental. Mientras que la masculinidad se configura de manera sólida y homogénea pese a “las crisis” que en la actualidad sufran. Sin embargo, por muy en crisis que estén los conceptos de sujeto masculino, no se acerca para nada a las crisis de las mujeres, empobrecidas e invisibilizadas en los aparatos de poder. El concepto de “género”, la interpelación cultural de sexo implica una identidad común, puesto que el género no siempre se construye de forma coherente o consistente con determinados contextos específicos, de raza, religión y otras variables regionales y sexuales. La representación de un sujeto tiene sentido cuando no suponga nada con respecto al sujeto de las mujeres (Butler, 2007). Para Monique Wattig “la ficción del sexo habría sido puesta en circulación por el sistema de heterosexualidad obligatoria, para ceñir la identidad en la heterosexualidad. La homosexualidad ofrecería la posibilidad de destruir la categoría de sexo”. El cuerpo lesbiano –entonces- puede leerse como una lectura invertida de “Tres ensayos de una teoría sexual” de Freud (Butler, 1990) Si para Michel Foucault, en su trabajo la Historia de la sexualidad el dispositivo de la sexualidad no tiene en cuenta el género, para Butler es esencial. A partir de Butler el género ya no va a ser la expresión de un ser interior o la interpretación de un sexo que estaba ahí, antes del género. Como dice la autora, la estabilidad del género, que es la que vuelve inteligibles a los sujetos en el marco de la heteronormatividad, depende de una alineación entre sexo, género y sexualidad, una alineación ideal que en realidad es cuestionada de forma constante y falla permanentemente. Es importante insistir en que Butler no quiere decir que el sexo no exista, sino que la idea de un “sexo natural” organizado en base a dos posiciones opuestas y complementarias es un dispositivo mediante el cual el género se ha estabilizado dentro de la matriz heterosexual que caracteriza a nuestras sociedades. Puesto en otros términos, no se trata de que el cuerpo no sea material, no se trata de negar la materia del cuerpo en pos de un constructivismo radical, simplemente se trata de insistir en que no hay acceso directo a esta materialidad del cuerpo si no es a través de un imaginario social: no se puede acceder a la “verdad” o a la “materia” del cuerpo sino a través de los discursos, las prácticas y normas. En paralelo con otras autoras que también han revisado el hecho de que las ideas que conlleva el género han sido tributarias de la matriz heterosexual (Monique Wittig, Adrienne Rich o Gayle Rubin) los planteamientos de Butler apuntan a señalar que los ideales de masculinidad y feminidad han sido configurados como presuntamente heterosexuales. Si desde el esquema freudiano se parte de la idea normativa de que la identificación con un género se opone y excluye la orientación del deseo (se deseará el género con el cual no nos identificamos) –identificarse como mujer implicaría que el deseo debería orientarse hacia la posición masculina, y viceversa–, Butler planteará que esto no es necesariamente así. (Este es el prejuicio que permite entender el hecho de que históricamente se haya pensado en la idea de que un hombre que desea a otros hombres tenderá a ser necesariamente afeminado, y lo mismo en el caso de las mujeres, que si desean lo femenino, esto deberá asociarse con la identificación con lo masculino) (Sabsay, 2009)

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