Lonquimay.- (G. Servanti) Enero de 1934. Tengo l3 años y 4 meses de edad, voy a Lonquimay invitado por una de las hermanas Rojas (la otra está tomando la “foto”) amigas, de muchos años, de mis padres. Como Lonquimay estaba “tan lejos”, era un territorio exótico y considerado peligroso, mi mamá dio el permiso, no de muy buena gana. Partimos en tren hasta Cura Cautín, seguimos en un cacharro del año 28 (o más viejo) llegamos, tarde y machucados, a Lonquimay.Yo, hasta ese momento, había sido delicado de salud. Me pasaba los inviernos resfriado y con tos. Como remedio, para este problema, alguna “comadre” recetó baños de sol que se habían iniciado, a mediados de noviembre, exponiendo la espalda al sol, cinco minutos el primer día, aumentando, todos los días, un minuto. Iba “muy recomendado”, no sólo por este “tratamiento”, que debía seguir, sino que por un montón de otras cosas que debía o no hacer o debía o no comer.
Lo primero que hice, al día siguiente de nuestra llegada, fue exponerme al sol, sin moverme, unos 45 minutos. Hasta ahí no más, llegó el remedio aconsejado y también la tos. El sol de Lonquimay es cosa seria. Es tan fuerte y quemador, que pasé los primeros días, casi una semana, sin poder soportar el “peso” de la camisa, en mi espalda.
Salvo ese pequeño “percance”, mis primeras vacaciones, largas y lejos de casa, fueron muy entretenidas: cazar patos en los “mallines” (pastizales fangosos de la orilla del río Lonquimay), buscar nidos de gallinas, patos y gansos de la casa, llenos de huevos, que, a falta de ponederos y de encierro, usaban un pequeño potrero con alfalfa, muy tupida y alta, para hacer sus nidos. Era entretenido y nada de fácil encontrarlos (muchas veces, necesarios para el almuerzo, los que estaban buenos).
Pero, lo mejor de todo, fue que para “mi uso personal y exclusivo”, estuvo ensillada, casi permanentemente, una yegüita chilena, de trote y galope muy suave, que fue mi mayor satisfacción. Ir de compras a Lonquimay, distante a pocos kilómetros y recorrer los cerros cercanos, esquivando ramas y coligues, cuesta arriba, cuesta abajo, en pronunciadas pendientes, constituyó una aventura, un placer y una “ayuda” para el joven que aparece conmigo en la foto adjunta. El estaba encargado de juntar los pocos animales, de propiedad de la familia, que pastaban en las quebradas, donde había pasto tierno, o en los mallines donde se sumergían hasta la guata y costaba mucho sacarlos. Mi estadía allá fue tan agradable y el tiempo pasó tan rápido que, sólo el hecho de pensar en mi regreso a Victoria, me estropeó los últimos días que me quedaban de vacaciones. No había pensado mucho en la vuelta a casa ni cómo sería ésta. Sospechaba que tendría que ser a caballo. El tema no se había conversado. Cura Cautín estaba “un poco lejos”. No había automóviles “ni pensar” en pedir uno desde allá. Y llegó el día. Muy temprano se ensillaron dos caballos, sin muchos comentarios, uno para mí y el otro para Juan, mi amigo de correrías. Nos despedimos y partí muy apenado (consolado con un abundante cocaví).
La primera parte del viaje fue una abrupta y larga subida, “a lo derecho” por la cordillera de Las Raíces que se iniciaba al pié, casi, de la parcela de mis amigos. Ocasionalmente encontrábamos y seguíamos la huella de carretas, algún tramo corto que luego dejábamos, para seguir acortando camino. Algunas bajadas eran tan pronunciadas que los caballos las hacían resbalándose, casi sentados. Había andado a caballo casi un mes, lo que me sirvió mucho, pero nada era comparable a los “corcovos” en las cuestas muy pronunciadas, o los bruscos movimientos laterales, en las bajadas. Mis anfitriones tenían bien calculado el tiempo necesario para tomar el tren de la tarde en Curacautín. Llegamos a tiempo, con muy poca anticipación.
Tuve problemas para bajarme del caballo y después, varios días, para caminar… ¡pero mucho para recordar!
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